jueves, 28 de agosto de 2008

El viaje de los que no pueden embarcar

Como cuanto sucede "de repente" o la intervención de quienes todo lo pueden, la casualidad, no cabe duda, es recurso de mala ficción; pero lo cierto es que la vida, en ocasiones y a veces por lo común, abusa de ella. Hace unos días, en una visita a la vivienda de mis padres, que por supuesto también lo fue mía en mi infancia, encontré uno de mis primeros libros, un volumen de novelas gráficas publicado por Bruguera en 1976 que acompañó algunos de mis primeros veranos como lector. El ejemplar de aquellas Famosas novelas recopilaba, desde luego abreviados y con forma de cómic, relatos de Verne, Defoe, Karl May, Sienkiewicz, Vincent Mulberry…; otros tomos, me temo que ya perdidos para siempre, incorporaban a Salgari, Jack London, Melville y algunos habituales más de estas colecciones que, de forma inexcusable, recibía yo cada vez que se celebraba mi cumpleaños o el de Jesucristo.

Llamadme Ishmael
Días después, apenas recuperado de la emoción del reencuentro, recibo de Alfaguara, qué casualidad, una de sus últimas novedades, Cuentos de navegantes, selección de Juan Bautista Duizeide con prólogo de Pérez-Reverte. Nada más abrir el paquete comprendí que, siquiera por regresar a la niñez, ese debía ser mi gran libro del verano: en su cubierta, una ilustración de James Brereton muestra un velero inglés haciendo frente a un mar embravecido mientras los tripulantes se afanan por dominar la situación.

Empeñado con romper el presupuesto de que la literatura embarcada es privilegio de anglosajones, Duizeide, periodista, escritor y piloto de ultramar, devoró cuantos relatos de marinos le salieron al paso hasta escoger 400, de los que ha publicado 21. Se nota su procedencia (Mar del Plata, Argentina), ya que buena parte de los antologados son paisanos suyos (Borges, Arlt, Brizuela, Conti, Foguet, Lobodón Garra y Carlos M.ª Rodríguez) o casi (Horacio Quiroga, uruguayo que pasó gran parte de su vida en la selva de Misiones); y no faltan algunos clásicos (Conrad, Stevenson, Anatole France, Maupassant…), aunque se añora a London y especialmente a Melville: su omisión extraña por razones obvias y sobre todo dada la influencia que el estadounidense ejerció en Duizeide, autor de la novela corta Kanaka (Premio Julio Cortázar 2004), que, no en vano, comienza: "También a mí podrían llamarme Ishmael".

El gran Coloane
Pero, pese a las ausencias, el libro es un tesoro. Junto a la piscina o en primera línea de playa, yo he atravesado de un largo, gracias a él, el temido golfo de Penas, he penetrado por el ancho y majestuoso camino de agua de mar que es el canal Messier, he cruzado el laberinto de islotes de la Angostura Inglesa, por donde apenas puede surcar una sola embarcación, de ida o de vuelta, y he echado el ancla, finalmente, en las aguas de Puerto Edén, enclavado en la margen norte del Paso del Indio. Que me perdone Francisco Coloane, allá donde esté (desde luego en mi biblioteca y en mi memoria) por haber usurpado palabras de su cuento, uno de mis preferidos del libro, donde habita Dámaso Ramírez, quien, "como buen ballenero acostumbrado a vencer la gran bestia del mar, pensaba que, aunque el hombre había llegado a dominar la naturaleza, no había logrado aún dominar su propia naturaleza". Es una muestra de uno de los mayores atractivos de esta literatura: la voz y el ideario de los personajes. Curtidos y crujidos por la vida en ese "exceso" que es el mar (Sylvia Iparraguirre), su acción y su pensamiento se muestran, si no ajenos, si al menos distantes de la frivolidad de quienes pisamos suelo firme. Duizeide, a través de su propia experiencia, lo explica bien: "He leído en el cuarto de derrota de un petrolero que iba y venía a lo largo de la costa patagónica, he leído en el bote salvavidas de un granelero maltrecho que se las arreglaba como podía con las largas olas del Pacífico, he leído en la cubierta de señales de un pesquero que aguantaba todos los vientos del banco Burdwood. Pero además de todas esas lecturas, estaba lo aprendido trabajando en condiciones muchas veces extremas, y esos relatos que se cuentan y se vuelven a contar a bordo, que van y vienen como las olas, pasando de boca en boca, de barco en barco, de época en época".

He de reconocer que, pese a las coincidencias y mi voluntad, en modo alguno he vuelto a ser el mismo lector de hace 30 años. En aquel tiempo yo leía para conocer el mundo, los libros me regalaban "el viaje de los que no pueden tomar el tren" (Francis de Croisset). Ahora solo ansío conocerme mejor, quizá hasta encontrar la serenidad o al menos una palabra, una frase, que justifique todos los pesares, propios o ajenos. Ahí también estos cuentos me han ayudado: "Me voy y le agradezco a la vida el haberme puesto en su camino. Eso es todo", le escribe Jensen a Maqroll en el magnífico relato de Mutis "Cita en Bergen"; y esa línea me hizo estremecer de felicidad.

 
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