jueves, 19 de julio de 2007

Murió Fontanarrosa, che

Roberto Fontanarrosa escribió el mejor cuento (al menos el mejor que yo he leído) sobre fútbol. Como título le puso la fecha en que su equipo, Rosario Central, con gol de Aldo Poy, celebró su primer campeonato: "19 de septiembre de 1971"; Valdano lo seleccionó para el volumen Cuentos de fútbol (Alfaguara, 1995): aunque acoge también relatos de Benedetti, Galeano, Roa Bastos, Manuel Vicent..., el de Fontanarrosa es sin duda el punto culminante de la antología, una reivindicación íntegra de la felicidad. La primera vez que lo leí "me cagué de risa", como a Fontanarrosa le hubiese gustado.

Cuando, un rato atrás, vino Sanguino a decirme que El Negro había muerto, de inmediato me acordé del viejo Casale, su cara de dicha cuando el referí dio por terminado el partido, "la locura de alegría en la cara de ese viejo" por "haberle roto el orto a la lepra por el resto de los siglos", la mejor forma de morir para un canalla, un hincha de Rosario Central, como Fontanarrosa (también era culé, lo que me hizo, cuando lo supe, como es lógico, apreciarlo todavía más).

Fontanarrosa es de esos, no muchos, que mueren pero no mueren. Sus cuentos de El mundo ha vivido equivocado están ahí para que no muera. Su doble cuervo que preside los conciertos de Sabina y Serrat. Su Boogie el Aceitoso, su Inodoro Pereyra...

No, la gente así no debería morir, aunque no muera. ¡Con tanto hijo de puta que debería morir siempre, "mala gente que camina y va apestando la tierra"!

La muerte, una vez más, se ha equivocado.

miércoles, 11 de julio de 2007

Llorando

Estuvimos llorando toda la noche: ella se abrazó a mí y yo notaba de qué color sus lágrimas verdes bajaban por mis hombros. Estábamos desnudos. Nos sentíamos la piel de gallina, ella sentada sobre mis rodillas, yo acariciándola por detrás...

Pensar que todo había ido bien al principio, hasta que ella insinuó lo del dinero... Me había quitado la ropa y se había quitado el vestido con la lentitud de un verdugo excelente; pero al decirme treinta, el cristal se hizo añicos. Le dije que sólo llevaba encima quince, quizá mañana vuelva con el resto; ella sonrió:

-Tienes suerte: hoy estoy samaritana.
-¿Buena?
-Buenísima. ¿No crees?

Y sí: la verdad es que estaba inimaginable, como jamás podría escribir. Yo, que nunca acerté con las mujeres, me preguntaba cómo podía estar en ese momento rodeado de tanta perfección: sus labios, sus pechos, su ternura... Unos ojos terriblemente negros.

Había dejado para el final la cuestión de las medias, dulce colofón de seda, y era casi insoportable observarla mientras ponía el pie sobre una silla y las hacía resbalar poco a poco, tejido muslo abajo. Fue entonces cuando dijo lo del dinero; no antes ni después, sino entonces: que necesitaba treinta para solucionar cuatro problemas. Y el cristal...

Le juré que volvería hoy, lo juro, para llevarle el resto, pero pensó que quince estaba bien, o quizá le parecí simpático. Quise conformarme con la segunda opción. La besé. La besé durante un rato (tenía la boca fría), más o menos hasta que rompió a llorar.

Nos abrazamos, la senté en mis rodillas, le pedí que me contara. Creo que es imbécil llorar por amor. Ella me amaba y yo sabía que nunca llegaría a conseguirla. Estuvimos llorando toda la noche, palabra. Ella decía que me amaba y argumentaba nombres, fechas, amigos, lugares.

Estaba abrazada a mí, yo notaba sus lágrimas de color verde resbalando por mi hombro, tenía el cuello de ella a la altura de la boca y no me atrevía a mojarla. Le acariciaba la espalda, sólo eso.

Me habría gustado, cuando me fui, no dejar allí el dinero por no dejarla a ella. Me miraba desde la silla con la cara empapada, los labios cortados... Sí: me está suplicando que me quede, lo noto en cómo se cubre con las manos los pechos, pero no puedo o no quiero cerrar la puerta y quedarme allí dentro, encerrado con ella, condenado a tenerla.

Porque es una puta y la vida es así.

 
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