jueves, 30 de agosto de 2007

Buen viaje

"Cuando yo era niño, quería un perro; pero, como mis padres eran pobres, sólo pudieron comprarme una hormiga". Algo parecido a eso que contaba Woody Allen me ocurrió a mí de pequeño, pero mi sueño no tenía cuatro patas ni movía el rabo. Yo, de niño, soñaba con viajar, con burlar las tercas fronteras del barrio sin colores en el que vivía y salir volando.

Una tarde, mi padre propuso bajar al centro, y yo me eché a llorar convencido de que tal maravilla no sería posible, seguro que a la altura de la Fábrica de Tabaco una pareja de guardias civiles nos obligaría a regresar por no tener pasaportes. Ante la imposibilidad de poner tierra de por medio y lanzarme a conocer otros mundos, me encerré en las novelas de Verne, de Salgari, de Mark Twain..., que eran aviones de papel capaces de llegar hasta el último rincón del planeta. O puede que fuera al revés: quizá por culpa de aquellos libros había nacido en mí aquella irreprimible ansia de marcharme.

Durante años me tuve que conformar con abrir un García Márquez, un Dostoievski, un Kafka para poder pisar calles que no fueran las de todos los días. "Gracias a los libros -le leí una vez a Muñoz Molina-, nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podemos vivir a la vez en nuestra habitación y en las playas de Troya, en las calles de Nueva York y en las llanuras heladas del Polo Norte". "La lectura es el viaje de los que no pueden tomar el tren", escribió Francis de Croisset.

La Irlanda de Böll
Así las cosas, recientemente he vuelto de Irlanda. Era un país que quería visitar desde que, en un artículo, Manuel Rivas contó que las paredes de sus pubs están adornadas con fotos de escritores: de Joyce, de Yeats, de Wilde..., de Jim Sheridan Le Fanu, autor de cuentos terroríficos que se murió de miedo escribiendo uno (no es broma).

He estado en Irlanda entre 1954 y 1957. Sin moverme de casa ni atrasar el reloj. Me ha bastado con abrir el libro de Heinrich Böll Diario irlandés, magníficamente editado por Galaxia Gutenberg y el Círculo de Lectores hace ya nueve años. Con guías así, es cierto que los viajes aprovechan mucho más: es como si te obligaran a fijar toda tu atención hasta en el último detalle. Gracias al Nobel alemán recorrí de punta a punta ese país tantas veces invadido -pero nunca invasor- donde "la gente traga religión hasta la náusea", donde se ama "la poesía de la desgracia", donde la lluvia es "absoluta, grandiosa y terrible" y donde nunca hay prisas, jamás, porque "cuando Dios hizo el tiempo, hizo suficiente". Es cierto que el arte no consiste sino en mostrar; y eso es lo que hace Böll en este libro: mostrar el corazón de la bella Irlanda mostrando sus silencios, su resignación, incluso sus sinceras mentiras.

"Esta Irlanda existe", dice Böll antes de invitarnos a comenzar el viaje; "pero el autor no se hace responsable si alguien va allí y no la encuentra". Así que esta recomendación es, naturalmente, doble.

viernes, 24 de agosto de 2007

Matar

Desde Nueva York, Bárbara Celis ofrece en el diario El País de ayer un dato que resulta paralizante: 124 personas condenadas a la pena de muerte en EE. UU. han conseguido demostrar que no eran culpables, y se han librado así de la ejecución.

No ya 124, sino únicamente uno de estos casos, o la mínima sospecha de que el Estado pudiese ejecutar a un inocente, debería bastar (si no otras consideraciones anteriores) para que el que se denomina a sí mismo "país más democrático del mundo", invasor de cuantos territorios le parece oportuno para expandir su peculiar idea de libertad (de libertad de mercado, esencialmente), eliminara de una vez esa execrable "práctica de hacer justicia", como allí se califica.

Informa Celis de que muchos de los condenados a morir por el Estado son víctimas "de negligencias en el sistema judicial, de confesiones falsas, de identificaciones erróneas y de defensores incompetentes". Quizá por una o varias a la vez de esas razones morirá próximamente alguna de las 3.350 personas que aguardan su turno en el corredor de la muerte, donde Curtis Edward McCarthy, por ejemplo, pasó 16 años esperando que lo mataran por un asesinato que no cometió.

En Cuba, en China, en Estados Unidos, en Irak, en Japón... Da lo mismo el punto del planeta donde suceda: matar, con el consentimiento o no de la Ley, es matar; y en todas partes resulta igual de fascista.

viernes, 17 de agosto de 2007

Una iglesia como una caja de cerillas

Bajas del tren, sales de la estación, paseas en línea recta diez-quince minutos... y te das de bruces contra la Torre Pendente de Pisa.

El espectáculo que ofrece el Campo dei Miracoli es colosal, ya lo ha dicho todo el mundo. Recomiendo atravesar la Piazza del Duomo rumbo Vía Pisano y, antes de abandonar el recinto, girarse lentamente; cuesta respirar ante tanta belleza: el Battistero en primer término, la Catedral detrás, al fondo la torre que lleva 800 años queriendo tumbarse.

Pero ya lo ha dicho todo el mundo, así que mejor no redundar.

Más que nada porque Pisa ofrece otras bellezas, eclipsadas por tanto milagro en apenas unos metros cuadrados. Al poco de abandonar la estación, por ejemplo, sale al paso el Arno, río que tiene así mismo el privilegio de visitar Florencia, de deslizarse bajo el Ponte Vecchio. Quizá no resulte tan efectista como la que aguarda unos metros adelante, pero la visión de los lungarni (orillas) que acompañan el cauce merece una detenida ojeada: Pacinotti, Simonelli, Sonnino, Gambacorti... Hay que tomar este último, a la izquierda del Palazzo homónimo, y caminar hasta Santa Maria della Spina, una iglesia del tamaño de una caja de cerillas, más o menos, construida en el XIV con el dinero de un mercader que poseía (dicen) una de las espinas de la corona de Jesucristo, de ahí el nombre. El Ponte Solferino es el mirador ideal para contemplar esta iglesita en su contexto, una de las imágenes más hermosas de una ciudad que ofrece milagros de distintas dimensiones a quien la visita.

 
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