Estuvimos llorando toda la noche: ella se abrazó a mí y yo notaba de qué color sus lágrimas verdes bajaban por mis hombros. Estábamos desnudos. Nos sentíamos la piel de gallina, ella sentada sobre mis rodillas, yo acariciándola por detrás...
Pensar que todo había ido bien al principio, hasta que ella insinuó lo del dinero... Me había quitado la ropa y se había quitado el vestido con la lentitud de un verdugo excelente; pero al decirme treinta, el cristal se hizo añicos. Le dije que sólo llevaba encima quince, quizá mañana vuelva con el resto; ella sonrió:
-Tienes suerte: hoy estoy samaritana.
-¿Buena?
-Buenísima. ¿No crees?
Y sí: la verdad es que estaba inimaginable, como jamás podría escribir. Yo, que nunca acerté con las mujeres, me preguntaba cómo podía estar en ese momento rodeado de tanta perfección: sus labios, sus pechos, su ternura... Unos ojos terriblemente negros.
Había dejado para el final la cuestión de las medias, dulce colofón de seda, y era casi insoportable observarla mientras ponía el pie sobre una silla y las hacía resbalar poco a poco, tejido muslo abajo. Fue entonces cuando dijo lo del dinero; no antes ni después, sino entonces: que necesitaba treinta para solucionar cuatro problemas. Y el cristal...
Le juré que volvería hoy, lo juro, para llevarle el resto, pero pensó que quince estaba bien, o quizá le parecí simpático. Quise conformarme con la segunda opción. La besé. La besé durante un rato (tenía la boca fría), más o menos hasta que rompió a llorar.
Nos abrazamos, la senté en mis rodillas, le pedí que me contara. Creo que es imbécil llorar por amor. Ella me amaba y yo sabía que nunca llegaría a conseguirla. Estuvimos llorando toda la noche, palabra. Ella decía que me amaba y argumentaba nombres, fechas, amigos, lugares.
Estaba abrazada a mí, yo notaba sus lágrimas de color verde resbalando por mi hombro, tenía el cuello de ella a la altura de la boca y no me atrevía a mojarla. Le acariciaba la espalda, sólo eso.
Me habría gustado, cuando me fui, no dejar allí el dinero por no dejarla a ella. Me miraba desde la silla con la cara empapada, los labios cortados... Sí: me está suplicando que me quede, lo noto en cómo se cubre con las manos los pechos, pero no puedo o no quiero cerrar la puerta y quedarme allí dentro, encerrado con ella, condenado a tenerla.
Porque es una puta y la vida es así.
miércoles, 11 de julio de 2007
Llorando
Etiquetas: Cuentos microscópicos
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