sábado, 5 de mayo de 2007

El dramaturgo Mario Benedetti

Uno de los principales logros de Mario Benedetti ha sido el de saber adaptar lo que tenía que decir, a veces con tremenda urgencia, a diferentes formas, a prácticamente todos los géneros literarios: poesía, novela, cuento y microcuento, ensayo, periodismo, crítica literaria, entrevista, letras de canciones, "graffitti sin muros"... incluso al teatro. En ese sentido, el autor uruguayo se ha comportado como un habilísimo camaleón, hasta el punto de que, en ocasiones, le ha dado a una novela la forma de un largo poema (El cumpleaños de Juan Ángel), ha escrito microcuentos en verso o, como en "El resto es selva" o "Los viudos de Margaret Sullavan", ha hecho pasar por relatos lo que en realidad eran capítulos de un volumen de memorias que, por desgracia, parece que Benedetti no se animará a escribir nunca. Su compatriota Ernesto González Bermejo supo describir muy bien esa capacidad con esta sentencia: "Le falta nada más que la ópera".

Pero, sin duda, de todos los Benedettis posibles, el menos conocido es el Benedetti dramaturgo, hasta el punto de que son muchos los forofos del autor de La tregua que piensan que Pedro y el capitán es la única excepción dramática en la nutrida nómina bibliográfica del uruguayo. Por distintas razones, algunas propiciadas por el propio Benedetti, es lógico ese desconocimiento.

La preparación de una conferencia sobre la dramaturgia benedettiana (impartida en la Universidad de Alicante) me ha hecho regresar a un asunto al que ya me aproximé hace 10 años con motivo del Congreso Internacional Mario Benedetti, cuyas actas se publicaron con el título Mario Benedetti: inventario cómplice. Entonces señalé que, realmente, esa ignorancia pesaba en general sobre el teatro latinoamericano: los grandes poetas, los grandes cuentistas, los grandes novelistas de aquel continente mestizo son conocidos en todo el mundo: Neruda, César Vallejo, Nicolás Guillén, Gabriela Mistral, Borges, García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa...; ¿pero qué pasa con los grandes dramaturgos latinoamericanos?, ¿hasta qué punto son conocidos Florencio Sánchez, Rodolfo Usigli, Salazar Bondy, Osvaldo Dragún, José Triana, Jorge Díez, Carlos Maggi, José Ignacio Cabrujas, Paulovsky, Griselda Gambaro, Rosencoff, Daniel Veronesse, Marco Antonio de la Parra, Rafael Spregelburd u otros muchos a los que, por cierto, es muy fácil aproximarse a través de la sede electrónica del Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (CELCIT)? La situación es más sangrante en España, ya que no sólo compartimos idioma, sino que contamos, desde 1985, con el Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz, que en 2007 celebrará su XXII edición y por el que han pasado los nombres más importantes de la escritura y del espectáculo teatral de América Latina de finales del siglo XX y principios del XXI.

Por tanto, el desconocimiento evidente de la obra teatral de Benedetti es, en primer lugar por contexto, como decía, lógico. Pero también es justo añadir que el propio Benedetti ha contribuido decididamente a ese semi-desierto. En carta personal de 1987 me escribe: "Lamento que hayas tenido que leer Ida y vuelta. Hoy día me siento muy lejos de esa broma teatral. De mis 4 piezas de teatro, la única rescatable, me parece, es Pedro y el capitán".

Cuatro intentos
¿Cuántas obras teatrales ha escrito Benedetti? Los pocos estudiosos que se han acercado a este rincón de su obra señalan cifras distintas. Yo apuesto por cuatro: Ustedes, por ejemplo (escrita en 1950 o 1953), Ida y vuelta (escrita en 1955), El reportaje (1.ª ed.: 1958) y Pedro y el capitán (estreno y 1.ª ed.: 1979). Como decía antes, esta última es no ya la más conocida, sino la única comúnmente conocida, una pieza que en principio fue pensada como novela (con el título El cepo), pero que acabó engrosando la exigua nómina teatral de Benedetti cuando el propio Benedetti ya se había confesado retirado del género.

Pedro y el capitán ofrece al menos tres cuestiones esenciales para comentar: la presencia de la violencia en escena, la naturaleza del torturador y el tema de la traición. Empezaré por el último, cuya lección debe ser sin duda la primera.

Cada una de las cuatro escenas del texto acaba con una solicitud por parte del represor para que Pedro delate a algunos compañeros; sistemáticamente, y a pesar de la demolición física a la que está siendo sometido, Pedro se niega a traicionar y, con ello, se expone a una nueva sesión de tortura que, finalmente, le conducirá a la muerte. Lo sabe, pero su dignidad está por encima de todo. Años antes, en Poemas de otros, Benedetti había dejado dicho: "es mejor llorar que traicionar / [...] es mejor llorar que traicionarse" (en "Hombre preso que mira a su hijo").

En cuanto al tema de la naturaleza del represor, Benedetti plantea su obra como un intento de "indagación dramática en la psicología de un torturador". "Por qué -se pregunta-, mediante qué proceso un ser normal puede convertirse en un torturador". Por mi parte, he de decir que, aunque aprecio Pedro y el capitán, al igual que casi todo lo que ha salido de la pluma o el ordenador de Benedetti, en este aspecto la pieza me produce bastante frustración, pues, aunque leída varias veces, incluso vista sobre las tablas, la obra continúa sin aclararme la duda: por qué alguien se convierte en torturador, mediante qué proceso se llega ahí, a esa infamia. Ni siquiera el documental El alma de los verdugos, una producción de los Servicios Informativos de Televisión Española con guión y dirección del excelente periodista Vicente Romero (sobre una idea de Baltasar Garzón), logra responderme. En él habla, entre otros muchos, Eduardo Galeano, un escritor al que quiero y admiro pero con el que necesito no estar de acuerdo esta vez: según Galeano, cualquiera de nosotros alberga un santo, un héroe, un canalla, un verdugo..., y, convenientemente estimulados, como hizo el Pentágono con muchos de los torturadores del Cono Sur, es fácil sacar lo peor de nosotros. El autor de Días y noches de amor y de guerra, un libro imprescindible, cuenta uno de los trucos que usaban los instructores estadounidenses: hacían que cada alumno adoptara un cachorro de perro, un pajarito: un ser querible, en suma; les pedían que, durante unos meses, lo criaran, y así le fueran tomando cariño; después les obligaban a estrangularlo: de ese modo se conseguía "matar el nervio de la ternura, matar lo mejor que cada persona puede tener dentro de sí para desarrollar lo peor".

Tarantino y Kevin Carter
Finalmente, quiero referirme a la presencia de la violencia en escena en Pedro y el capitán. El propio Benedetti advierte: "aunque la tortura es, evidentemente, el tema de la obra, como hecho físico no figura en la escena", ya que se trataría de "una agresión demasiado directa al espectador y, en consecuencia, pierde mucho de su posibilidad removedora". Hugo Alfaro, en conversación con Benedetti, da una explicación bastante convincente de esa invisibilidad de la violencia ("Como si para hacerle justicia a ciertos horrores, éstos debieran ser sólo imaginados, no vistos. Porque la mirada se concentra fatalmente en el tormento físico, y deja escapar el espanto esencial de un hombre destruyendo pacientemente a otro.") que me hace pensar de inmediato en una película y en una foto.

La película es Reservoir dogs, de Quentin Tarantino. La escena más famosa de esta película es la conocida como escena de la oreja. El señor Rubio (Michael Madsen) baila alrededor de un policía atado de pies y manos y sentado en una silla. Su rostro muestra signos evidentes de haber sido golpeado con brutalidad. Madsen saca una navaja de un bolsillo, se sienta sobre las piernas del policía, le agarra una oreja y, antes de que se la rebane, la cámara se desvía hacia un lado, enfocando hacia la rampa del almacén y quedándose ahí, como si tal escenario tuviera algo interesante que mostrar. Sobre ese plano oímos los gritos del policía, la voz del Sr. Rubio y la música de los Stealers Wheel. Escuchamos los gritos del policía, pero no vemos, aunque sin duda imaginamos, lo que ha sucedido. No sólo no apartamos la mirada de la pantalla; la fijamos más si cabe, ponemos todos los sentidos en imaginar lo que está sucediendo ahí al lado. El efecto es mucho más impactante que si la tortura se hubiera mostrado en toda su crudeza.

En cuanto a la fotografía, se trata de una imagen que ganó el prestigioso Premio Pulitzer en 1994. Es una foto del sudafricano Kevin Carter realizada en Sudán. Es la foto que hizo famoso a Carter y acabó matándolo, unos meses después de recibir el premio. Es la foto que situó a Sudán en el mapa, que hizo que mucha gente tomara conciencia de que África se moría de hambre. Carter abandonó la Sudáfrica que renacía tras el apartheid y apareció en Sudán dispuesto a mostrarle al mundo una tragedia que sucedía sin que a Occidente le importara un bledo, pese a que las armas que servían para construir la guerra en Sudán fueran occidentales. Durante 20 minutos estuvo observando la escena que protagonizaban una niña famélica y un buitre. No pudo hacer la foto que quería, porque el buitre no se decidió a aproximarse más a la niña y abrir sus alas, el abrazo de la muerte. En Occidente, quienes jamás se habían preocupado por los millares de muertos de hambre africanos culparon a Carter de no prestar ayuda a la niña sino dedicarse a fotografiarla. Carter acabó suicidándose.

La foto de Carter es valiosa especialmente por una cuestión: nos obliga no ya a observarla, sino a escudriñarla hasta el último rincón. Cuando vemos en televisión la imagen de un niño africano con el rostro lleno de moscas o el vientre hinchado por el hambre, tendemos a apartar la mirada, horrorizados. Aquí no. Aquí, repito lo que he dicho para el caso de la escena de Reservoir Dogs, no sólo no apartamos la mirada de la imagen; la fijamos más si cabe, ponemos todos los sentidos en imaginar lo que representa: el efecto es mucho más impactante que si los efectos del hambre y la pobreza se hubieran mostrado en toda su crudeza.

Pedro y el capitán recibió importantes premios, fue representada en centenares de ocasiones, ha tenido decenas de ediciones y ha sido llevada al cine y traducida a varios idiomas. Sin embargo, en Uruguay fue despreciada: "cedería todos los éxitos obtenidos por la obra en el exterior -confesó Benedetti a Paoletti- a cambio de una buena acogida en mi propio país".

Volver al teatro de Benedetti me ha servido, sobre todo, para volver una vez más a Mario Benedetti, un escritor al que siempre estaré agradecido literaria y personalmente. Un ejemplo, para mí, de sentido ético y honestidad. Un hombre, como dijo Machado para sí, "en el buen sentido de la palabra, bueno".

3 comentarios:

Humberto Peña dijo...

Me ha encantado tu entrada.

Soy un apasionado de Benedetti desde los 11 años.
Lo cual realmente no es tanto si tomas en cuenta que tengo 19.
Pero a los diecinueve, ocho años parece media vida.
Seguiré leyendo.

Nikté dijo...

¡Hola, Rafa!

¿Sabrías indicarme algun curso literario impartido por Mario Benedetti?

Gracias

Rafael González dijo...

Hola, Nikté.
Desgraciadamente, Mario se prodiga ya muy poco en actos públicos. Pero su obra es una magnífica enseñanza literaria y personal. Alfaguara acaba de publicar la biografía sobre Mario que ha escrito Hortensia Campanella: te la recomiendo.
Un abrazo.

 
Add to Technorati Favorites