viernes, 27 de abril de 2007

El fisonomista

Al principio ni siquiera fue un juego; sólo se trataba de un inconsciente tic, una pirueta que divertía a los amigos cuando no se sentían afectados: alguien entraba en un café o en el cine poco antes de empezar la película y yo le encontraba un exagerado parecido con tal actor, tal político o simplemente Genoveva, la novia de Valeriano, una flaca sombría que se lo había llevado para siempre de nuestra panda, decía que no teníamos estilo. La amigada sonreía, le hacía gracia mi facilidad, algunos discutían el hallazgo, pero la mayoría estaba de acuerdo en que aquel tipo, aquella muchacha, con más pelo, con los labios finos, con la nariz un poco menos aguileña, podría pasar sin mucho apuro por el famoso o tan sólo el conocido que yo había citado.

Con el tiempo la manía comenzó a hacerse molesta; para los demás, todavía no para mí. La habilidad se me fue convirtiendo poco a poco en vicio y escapando de las manos y desde que abría los ojos al amanecer buscaba semejanzas entre los rasgos de todo el mundo. Vi en Cádiz, adonde viajé por asunto de trabajo, al doble casi exacto de mi primo Tente; en un bar de Malasaña, en Madrid, hablé durante hora y media, tres cervezas, con una réplica más o menos lograda de ese actor tan popular (no recuerdo ahora el nombre) que tuvo una aventura con la escritora Araceli Mir; y Zaragoza, Gaspar Zaragoza, el ex banquero que lleva un mes durmiendo en prisión, es el padre de mi cuñado: fue decírselo y el pobre hombre ya no sale a la calle por miedo a que le encarcelen a él también.


Pero desde hace unos días yo soy quien más aborrece la travesura. La explicación es terrible: ahora veo aires futuros. Primero me pareció que un compañero de estudios de mi hijo era mi recién nacido sobrino Isaac catorce años después, y que el presidente del gobierno de Estonia clavaba al chaval que me sirve el primer cortado del día cuando tenga unos sesenta; hace una semana, en París, supe cómo sería mi mujer dentro de veinte (quizá veintidós) años, y no me gustó; y ayer, en el mercado Nachmarkt de Viena, me vi al final de mis días: era un pobre anciano sucio, con la ropa totalmente infecta, seguramente alcoholizado, que pedía limosna de rodillas junto a unos cubos de basura, con la barba del todo canosa y el pelo lacio y grasiento, y unos chicos bien vestidos se metían con él, lo insultaban zarandeándolo, pero yo no tuve valor para defenderlo, defenderme. Me fui a mi hotel, pasé mucho tiempo en la ducha, hasta que el agua comenzó a hacerme daño: quería eliminar toda semejanza, presente, futura o remotísima, entre aquel medio cadáver, aquello que tal vez algún día será -con absoluta certeza- mi persona, y yo.

Lamentablemente sé muy bien cuál es el único modo de que la profecía se equivoque.

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