lunes, 24 de noviembre de 2008

Civilizados por la duda

Alrededor de 1991, una película pre-Dogma de Lars von Trier, Europa, llamó mi atención sobre una zona histórico-geográfica a la que, hasta entonces, no me había llevado jamás ni la literatura, ni el cine, ni el estudio, ni, por supuesto, la curiosidad: la Alemania posterior a la II Gran Guerra. Aquella cinta del danés situaba su ficción en 1945 y en un país en ruinas al que llegaba desde Estados Unidos Leopold Kassler para trabajar en el tren. En blanco y negro pero con precisos toques de color (el rojo de la sangre brotando de las muñecas de un suicida, por ejemplo), recuerdo que la película me tuvo un tiempo rebuscando en bibliotecas (al menos para mí todavía no existía Internet) para profundizar sobre el tema, pero acabé desistiendo ante la imposición brutal de una elipsis que conducía desde el Tercer Reich y los campos de exterminio nazis al "milagro económico", sin detenerse prácticamente un segundo en la década transcurrida desde la capitulación de mayo del 45 a la producción del VW Escarabajo un millón en la factoría de la Volkswagen de Wolfsburg, en agosto del 55.

Quince años más tarde, tras un viaje a Berlín y la lectura de un extraordinario libro de G. W. Sebald, Sobre la historia natural de la destrucción, volví a engancharme al tema, y entonces mi ratoneo dio mejor resultado, en parte gracias a la Red. El cine me desveló Germania anno zero, dirigida por Rossellini (1945), y Berlin Express, dirigida por Jacques Tourneur, escrita por Harold Medford a partir de un argumento de Curt Siodmak (1948). Recomiendo sin reservas la primera y, en caso de mucho interés, no viene mal la segunda, a caballo entre Frankfurt y Berlín. Para los enamorados, como yo, de la actual capital alemana resultarán impactantes los minutos finales del filme, cuando una voz en off la describe ("...cuando llegas allí te preguntas cómo puede llamarse ciudad") como "un monumento de ruinas", "una ciudad apagada, gris y muerta": "ninguna ciudad tan poderosa como Berlín ha caído tan bajo".

Bárbaras certezas
Aunque ubicada algunos años después (entre 1958 y 1993) y en Heidelberg (una de las pocas localidades alemanas que se libraron de los bombardeos aliados), la novela El lector, de Berhard Schlink (en Anagrama), es otro buen documento para aproximarse a esa parte de la Historia y sus consecuencias posteriores. El relato enfrenta, aunque de una curiosa manera, dos generaciones de alemanes: la de aquellos que, más o menos directamente, colaboraron con la barbarie nazi y la de quienes, años después, exterminado el cáncer, decidieron pedir cuentas. Quizá haya sido el chileno Carlos Franz quien haya atinado mejor al resumir las sensaciones que esta lectura depara: "Llegamos a este libro premunidos de nuestras bárbaras certezas. Y lo dejamos civilizados por la duda".

No cabe duda de que Schlink, juez de profesión y escritor de novelas policíacas hasta redactar El lector, puso mucho de sí en estas páginas. También él, como su protagonista, Michael Berg, nació cuando acababa la guerra (como Sebald), y también él participó en las movilizaciones para desenmascarar la participación en el nazismo, la colaboración con él o simplemente la actitud conformista ante sus crímenes. El resultado, una novela que tal vez no resulte una joya literaria, pero sí una obra muy interesante que deja una contundente pregunta flotando en nuestras conciencias: "¿Y qué habría hecho usted?". Lean y respondan.

1 comentario:

Ramón Madrigal dijo...

EL LECTOR es una novela en la que Bernhard Schlink pone algo más que la pluma y el ingenio, se implica emocionalmente. El trauma social generado ante la evidencia del holocausto afectó a la conciencia de muchos alemanes que se debaten entre el rechazo total y la comprensión de los que le son más próximos. El complejo de culpa colectiva sigue presente en Alemania. En esa clave es como yo entiendo esta obra.
La forma de afrontar esa cuestión para un alemán es cualquier cosa menos simple. Se conoce por el proceso de Nurenberg y otros posteriores la posición de los responsables directos de la barbarie y su condena sin paliativos. Y se sabe del recurso de autojustificación de los actores de segundo nivel al ser encontrados después de haber huido: el refugio en el fanatismo que les dio su ideología nazi ¿Y los del último escalón que se encontraron sin quererlo en el peor momento y en el peor lugar? ¿Tiene la misma culpa la cuidadora de campo María Mandel quien, ascendida por “méritos”, mandó a la cámara de gas a quinientas mil mujeres y niños en plena consciencia y satisfacción, que Hanna Schmitz que, ya que estaba allí, aliviaba el último mes de vida de las que por su debilidad iban ya condenadas al exterminio? ( --"Hanna no se había decidido por el crimen, se había decidido contra el ascenso en Siemens y había ido a parar de rebote a las SS"--) ¿Cuál es la responsabilidad de los coetáneos que no supieron (o tal vez no quisieron) ver lo que pasaba cerca de ellos? ¿Y qué actitud deben adoptar los hijos de éstos? Schlink no tiene una respuesta inequívoca para eso, su novela, alejándose del fácil maniqueísmo, deja abiertos los interrogantes.
Desde mi punto de vista, Schlink se autorretrata con honestidad en EL LECTOR. No es casualidad que el narrador sea como el autor historiador de la ley y tenga su misma edad. También es premeditado, supongo, el tono autobiográfico de una narración lineal en el tiempo, proyectada desde el momento final en que el escribe y desde el que cuenta su pasado.
El planteamiento directo de la cuestión era demasiado simple, por eso inventa la historia de amor que sustenta el alegato. Las tres partes (tan distintas) en las que se divide la novela, dan coherencia al conjunto y justifican cada una de ellas. La diferencia de edad entre Michael y Hanna (15 y 36 años en el inicio) es poco habitual pero no inverosímil y, a mi entender, da fuerza al relato. La personalidad que el autor concede a los protagonistas justifica en parte esa diferencia por su complementariedad. Y la fuerza del amor. Pero hay otra razón al servicio del eje central de la novela: el solapamiento generacional. El año en que nace el protagonista (al final de la guerra y que, por tanto no ha vivido), es justo cuando Hanna , ya en el ejército, es trasladada al campo de concentración en Cracovia, de ahí su responsabilidad y su “culpa”. Michael es así a un tiempo “cómplice” (por su proximidad personal) a la vez que perteneciente a la generación siguiente que la ha de juzgar.
EL LECTOR es una novela en la que (casi) no hay actores secundarios (y cuando aparecen momentáneamente, como el padre, es para decir que no tiene todas las respuestas). El foco se centra en Mihael y Hanna para que el espectador siga sin distracción la evolución los dos protagonistas . Esa circunstancia no empobrece el relato sino que pone en valor la sobriedad con la que el autor pretende que atendamos a lo esencial.
La limpieza del lenguaje, sin artificios literarios, que deja fluir las frases con estudiada naturalidad en una cadencia que hace fácil su lectura, y el ritmo narrativo que invita a no dejarla, son cualidades añadidas a una novela de la que se podrían decir otras muchas cosas. Por ejemplo, el motivo argumental secundario que da título al libro. La comunicación mediante la lectura oral de libros es un recurso muy original que da consistencia a la novela. Pero sobre todo, este libro invita al debate de temas mayores: El concepto de culpa, entre el determinismo de Kant y el libre albedrío de San Agustín. La redención por el conocimiento. Y sobre todo la existencia misma del holocausto.
EL LECTOR, de Bernhard Schlink es un libro que uno agradece haber leído, que despierta el sentido crítico de la vida y que no te deja indiferente.
Ramón Madrigal
Octubre de 2008

 
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