jueves, 5 de abril de 2007

La cena de los náufragos

Hace cuatro-cinco años, no más de seis, me llamó un ex compañero del colegio, Valentín Valladares. Había organizado un reencuentro de la promoción del 77, una cena en el Harócamo para la que ya se habían comprometido casi todos, hasta Mélida Ramírez, la actriz, que estaba en Madrid trabajando con una importante compañía de teatro, había salido en varias series, en verano comenzaba a rodar una película en París, pero a pesar de todos sus compromisos no quería perderse nuestra fiesta, la fiesta de la promoción del 77 del Colegio Santo Dios, y si Mélida iba a asistir segurísimo yo no podía faltar ni aunque me hubiesen incinerado dos semanas antes, íbamos a estar casi todos, incluso Valladares ya había avisado a algunos de nuestros viejos maestros, al Bacterio, al Sepulturas, al Mojabragas, el de francés, el príncipe azul de todas las alumnas del Santo Dios pero que, según Valladares, ahora daba pena verlo: una embolia. Le dije que sí, que iría, yo tampoco quería perderme aquella cena, y que me pusiera cerca de Dori, de Dori Dominguín, mi primer amor, a ver si ya de una vez, tantos años más tarde, me atrevía a decirle finalmente que llevaba toda la vida queriéndome casar con ella.


Se aprende a errores. Y espero no olvidar hasta que muera la lección que ocultaba aquel desliz fatal: la peor catástrofe es el tiempo, sobre todo porque pasa.

Basta decir que yo, pese a este triste aspecto, era el menos inmundo de aquel cúmulo de criaturas de feria. Los demás -sobran coartadas- daban asco. También yo, claro, pero lo de los demás era indefendible; todos, absolutamente todos, resultábamos patéticos, nosotros y ellas, nuestras panzas, los culos de ellas, nuestras calvas fosforescentes, los tristes cabellos teñidos hasta de añil de ellas, las máscaras de carnaval que ellas se habían pintado sobre la cara en un inútil intento de silenciar arrugas... A Dori, al primer amor de mi vida, mi gran amor, se la había tragado una búfala descomunal con los pulmones encharcados en tabaco; me besó buscándome la boca y a punto estuve de vomitar sobre su horrible vestido tatuado con brevas. El más inteligente fue don Luis, vulgo Mojabragas, que se quedó en su casa ocultando la boca retorcida y el brazo como la pata del cadáver de un gorrión. Brindamos por él y por Antolín, Antolín Pereira, quien, tres meses antes, se había dormido para siempre al volante de su coche mientras volvía de Bilbao de enterrar a su madre, él siempre coleccionó desgracias.

Después fuimos al Kennedy, un antiguo bar de putas, y a mí, como ya no me interesaba para nada Adoración, se me pegó Ojeda, Fulgencio Ojeda, con su traje impecable de perfume italiano, su largo Montecristos de chocolate, su verborrea barata... y tres muelas picadas que le apestaban como el ano. ¿Tenía yo cara de que su magnífica trayectoria de triunfador me importara en lo más mínimo? Me esforcé durante un par de horas por demostrar que sus empresas, su Mercedes, su chalé en la Coveta Fumá, en Alicante, y su novia cubana me sudaban los cojones, así de claro; pero el tipo se ve que no captó ninguna de las directas que yo le iba lanzando como si él fuera un mono y yo un niño en el zoo y las directas cacahuetes sin pelar. Al final no tuve más remedio que sacar a la Azuaga, que seguía tan empollona y tan fea como siempre pero incluso peor, a bailar, y estuve haciendo el imbécil agarrado a ella hasta que empezó a tocarme la polla que la empollona de Encarni no dejara de restregarse contra mi polla con la excusa de que los boleros de Luis Miguel le partían el alma: pues te jodes.

Me borré. Le dije a Valladares que la próxima vez que se le ocurriese otra brillante idea como aquélla que llamara a su madre y no a mí, y me largué a mi casa. Por el camino iba pateando piedras y preguntándome "pero Rafita, Rafa, cómo has podido caer tan bajo". Tenía razón mi otro yo: sólo alguien a quien Dios le hubiera dado mierda en vez de seso (¡Santo Dios!) habría sido capaz de convertirse en cómplice de un descenso como aquél al infierno de la vida. Pero soy débil.

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